Carta Encíclica Miserentissimus Redemptor Del Sumo Pontífice Pío XI (Parte 1)

CARTA
ENCÍCLICA MISERENTISSIMUS REDEMPTOR  DEL SUMO PONTÍFICE
PÍO XI SOBRE LA EXPIACIÓN QUE
TODOS DEBEN AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

 

INTRODUCCIÓNAparición
de Jesús a Santa Margarita María de Alacoque

1. Nuestro
Misericordiosísimo Redentor, después de conquistar la salvación del linaje
humano en el madero de la Cruz
y antes de su ascensión al Padre desde este mundo, dijo a sus apóstoles y
discípulos, acongojados de su partida, para consolarles: «Mirad que yo estoy
con vosotros todos los días hasta el fin del mundo»(1). Voz dulcísima, prenda
de toda esperanza y seguridad; esta voz, venerables hermanos, viene a la
memoria fácilmente cuantas veces contemplamos desde esta elevada cumbre la
universal familia de los hombres, de tantos males y miserias trabajada, y aun la Iglesia, de tantas
impugnaciones sin tregua y de tantas asechanzas oprimida.

Esta divina
promesa, así como en un principio levantó los ánimos abatidos de los apóstoles,
y levantados los encendió e inflamó para esparcir la semilla de la doctrina evangélica
en todo el mundo, así después alentó a la Iglesia a la victoria sobre las puertas del
infierno. Ciertamente en todo tiempo estuvo presente a su Iglesia nuestro Señor
Jesucristo; pero lo estuvo con especial auxilio y protección cuantas veces se vio
cercada de más graves peligros y molestias, para suministrarle los remedios
convenientes a la condición de los tiempos y las cosas, con aquella divina
Sabiduría que «toca de extremo a extremo con fortaleza y todo lo dispone con
suavidad»(2). Pero «no se encogió la mano del Señor»(3) en los tiempos más
cercanos; especialmente cuando se introdujo y se difundió ampliamente aquel
error del cual era de temer que en cierto modo secara las fuentes de la vida
cristiana para los hombres, alejándolos del amor y del trato con Dios.

Mas como
algunos del pueblo tal vez desconocen todavía, y otros desdeñan, aquellas
quejas del amantísimo Jesús al aparecerse a Santa Margarita María de Alacoque,
y lo que manifestó esperar y querer a los hombres, en provecho de ellos, plácenos,
venerables hermanos, deciros algo acerca de la honesta satisfacción a que
estamos obligados respecto al Corazón Santísimo de Jesús; con el designio de
que lo que os comuniquemos cada uno de vosotros lo enseñe a su grey y la excite
a practicarlo.

propio
derecho, por su inmensa caridad para nosotros, enseñó a la inocentísima
discipula de su Corazón, Santa Margarita María, cuánto deseaba que los hombres
le rindiesen este tributo de devoción, ella fue, con su maestro espiritual, el
P. Claudio de la Colombiére,
la primera en rendirlo. Siguieron, andando el tiempo, los individuos
particulares, después las familias privadas y las asociaciones y, finalmente,
los magistrados, las ciudades y los reinos.

Mas, como
en el siglo precedente y en el nuestro, por las maquinaciones de los impíos, se
llegó a despreciar el imperio de Cristo nuestro Señor y a declarar públicamente
la guerra a la Iglesia,
con leyes y mociones populares contrarias al derecho divino y a la ley natural,
y hasta hubo asambleas que gritaban: «No queremos que reine sobre
nosotros»(6),  por esta consagración que decíamos, la voz de todos los
amantes del Corazón de Jesús prorrumpía unánime oponiendo acérrimamente, para
vindicar su gloria y asegurar sus derechos: «Es necesario que Cristo reine(7).
Venga su reino». De lo cual fue consecuencia feliz que todo el género humano,
que por nativo derecho posee Jesucristo, único en quien todas las cosas se
restauran(8), al empezar este siglo, se consagra al Sacratísimo Corazón, por
nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, aplaudiendo el orbe cristiano.

Comienzos
tan faustos y agradables, Nos, como ya dijimos en nuestra encíclica Quas primas,
accediendo a los deseos y a las preces reiteradas y numerosas de obispos y
fieles, con el favor de Dios completamos y perfeccionamos, cuando, al término
del año jubilar, instituimos la fiesta de Cristo Rey y su solemne celebración
en todo el orbe cristiano.

Cuando eso
hicimos, no sólo declaramos el sumo imperio de Jesucristo sobre todas las
cosas, sobre la sociedad civil y la doméstica y sobre cada uno de los hombres,
mas también presentimos el júbilo de aquel faustísimo día en que el mundo
entero espontáneamente y de buen grado aceptará la dominación suavísima de
Cristo Rey. Por esto ordenábamos también que en el día de esta fiesta se
renovase todos los años aquella consagración para conseguir más cierta y
abundantemente sus frutos y para unir a los pueblos todos con el vínculo de la
caridad cristiana y la conciliación de la paz en el Corazón de Cristo, Rey de
Reyes y Señor de los que dominan.

LA EXPIACIÓN O REPARACIÓN

5. A estos deberes, especialmente a la
consagración, tan fructífera y confirmada en la fiesta de Cristo Rey, necesario
es añadir otro deber, del que un poco más por extenso queremos, venerables hermanos,
hablaros en las presentes letras; nos referimos al deber de tributar al
Sacratísimo Corazón de Jesús aquella satisfacción honesta que llaman
reparación.

Si lo
primero y principal de la consagración es que al amor del Creador responda el
amor de la criatura, síguese espontáneamente otro deber: el de compensar las
injurias de algún modo inferidas al Amor increado, si fue desdeñado con el
olvido o ultrajado con la ofensa. A este deber llamamos vulgarmente reparación.

Y si unas
mismas razones nos obligan a lo uno y a lo otro, con más apremiante título de
justicia y amor estamos obligados al deber de reparar y expiar: de, justicia,
en cuanto a la expiación de la ofensa hecha a Dios por nuestras culpas y en
cuanto a la reintegración del orden violado; de amor, en cuanto a padecer con
Cristo paciente y «saturado de oprobio» y, según nuestra pobreza, ofrecerle
algún consuelo.

Pecadores
como somos todos, abrumados de muchas culpas, no hemos de limitarnos a honrar a
nuestro Dios con sólo aquel culto con que adoramos y damos los obsequios
debidos a su Majestad suprema, o reconocemos suplicantes su absoluto dominio, o
alabamos con acciones de gracias su largueza infinita; sino que, además de
esto, es necesario satisfacer a Dios, juez justísimo, «por nuestros innumerables
pecados, ofensas y negligencias». A la consagración, pues, con que nos
ofrecemos a Dios, con aquella santidad y firmeza que, como dice el Angélico,
son propias de la consagración(9), ha de añadirse la expiación con que
totalmente se extingan los pecados, no sea que la santidad de la divina
justicia rechace nuestra indignidad impudente, y repulse nuestra ofrenda,
siéndole ingrata, en vez de aceptarla como agradable.

Este deber
de expiación a todo el género humano incumbe, pues, como sabemos por la fe
cristiana, después de la caída miserable de Adán el género humano, inficionado
de la culpa hereditaria, sujeto a las concupiscencias y míseramente depravado,
había merecido ser arrojado a la ruina sempiterna. Soberbios filósofos de
nuestros tiempos, siguiendo el antiguo error de Pelagio, esto niegan blasonando
de cierta virtud innata en la naturaleza humana, que por sus propias fuerzas
continuamente progresa a perfecciones cada vez más altas; pero estas
inyecciones del orgullo rechaza el Apóstol cuando nos advierte que «éramos por
naturaleza hijos de ira»(10).

En efecto,
ya desde el principio los hombres en cierto modo reconocieron el deber de
aquella común expiación y comenzaron a practicarlo guiados por cierto natural
sentido, ofreciendo a Dios sacrificios, aun públicos, para aplacar su justicia.

Expiación
de Cristo

6. Pero
ninguna fuerza creada era suficiente para expiar los crímenes de los hombres si
el Hijo de Dios no hubiese tomado la humana naturaleza para repararla. Así lo
anunció el mismo Salvador de los hombres por los labios del sagrado Salmista:
«Hostia y oblación no quisiste; mas me apropiaste cuerpo. Holocaustos por el
pecado no te agradaron; entonces dije: heme aquí»(11). Y «ciertamente El llevó
nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores; herido fue por nuestras
iniquidades»(12); y «llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero»(13);
«borrando la cédula del decreto que nos era contrario, quitándole de en medio y
enclavándole en la cruz»(14), «para que, muertos al pecado, vivamos a la
justicia»(15).

Expiación
nuestra, sacerdotes en Cristo

7. Mas,
aunque la copiosa redención de Cristo sobreabundantemente «perdonó nuestros
pecados»(16); pero, por aquella admirable disposición de la divina Sabiduría,
según la cual ha de completarse en nuestra carne lo que falta en la pasión de
Cristo por su cuerpo que es la
Iglesia(17), aun a las oraciones y satisfacciones «que Cristo
ofreció a Dios en nombre de los pecadores» podemos y debemos añadir también las
nuestras.

8.
Necesario es no olvidar nunca que toda la fuerza de la expiación pende
únicamente del cruento sacrificio de Cristo, que por modo incruento se renueva
sin interrupción en nuestros altares; pues, ciertamente, «una y la misma es la Hostia, el mismo es el que
ahora se ofrece mediante el ministerio de los sacerdotes que el que antes se
ofreció en la cruz; sólo es diverso el modo de ofrecerse»(18); por lo cual debe
unirse con este augustísimo sacrificio eucarístico la inmolación de los
ministros y de los otros fieles para que también se ofrezcan como «hostias
vivas, santas, agradables a Dios»(19). Así, no duda afirmar San Cipriano «que
el sacrificio del Señor no se celebra con la santificación debida si no
corresponde a la pasión nuestra oblación y sacrificio»(20).

Por ello
nos amonesta el Apóstol que, «llevando en nuestro cuerpo la mortificación de
Jesús»(21), y con Cristo sepultados y plantados, no sólo a semejanza de su
muerte crucifiquemos nuestra carne con sus vicios y concupiscencias(22),
«huyendo de lo que en el mundo es corrupción de concupiscencia»(23), sino que
«en nuestros cuerpos se manifieste la vida de Jesús»(24), y, hechos partícipes
de su eterno sacerdocio, «ofrezcamos dones y sacrificios por los pecados»(25).

Ni
solamente gozan de la participación de este misterioso sacerdocio y de este
deber de satisfacer y sacrificar aquellos de quienes nuestro Señor Jesucristo
se sirve para ofrecer a Dios la oblación inmaculada desde el oriente hasta el
ocaso en todo lugar(26), sino que toda la grey cristiana, llamada con razón por
el Príncipe de los Apóstoles «linaje escogido, real sacerdocio»(27), debe
ofrecer por sí y por todo el género humano sacrificios por los pecados, casi de
la propia manera que todo sacerdote y pontífice «tomado entre los hombres, a
favor de los hombres es constituido en lo que toca a Dios»(28).

Y cuanto
más perfectamente respondan al sacrificio del Señor nuestra oblación y
sacrificio, que es inmolar nuestro amor propio y nuestras concupiscencias y
crucificar nuestra carne con aquella crucifixión mística de que habla el
Apóstol, tantos más abundantes frutos de propiciación y de expiación para
nosotros y para los demás percibiremos. Hay una relación maravillosa de los
fieles con Cristo, semejante a la que hay entre la cabeza y los demás miembros
del cuerpo, y asimismo una misteriosa comunión de los santos, que por la fe
católica profesamos, por donde los individuos y los pueblos no sólo se unen
entre sí, mas también con Jesucristo, que es la cabeza; «del cual, todo el
cuerpo compuesto y bien ligado por todas las junturas, según la operación
proporcionada de cada miembro, recibe aumento propio, edificándose en
amor»(29). Lo cual el mismo Mediador de Dios y de los hombres, Jesucristo
próximo a la muerte, lo pidió al Padre: «Yo en ellos y tú en mí, para que sean
consumados en la unidad»(30).

Así, pues,
como la consagración profesa y afirma la unión con Cristo, así la expiación da
principio a esta unión borrando las culpas, la perfecciona participando de sus
padecimientos y la consuma ofreciendo sacrificios por los hermanos. Tal fue,
ciertamente, el designio del misericordioso Jesús cuando quiso descubrirnos su
Corazón con los emblemas de su pasión y echando de sí llamas de caridad: que
mirando de una parte la malicia infinita del pecado, y, admirando de otra la
infinita caridad del Redentor, más vehementemente detestásemos el pecado y más
ardientemente correspondiésemos a su caridad.

Comunión
Reparadora y Hora Santa

9. Y
ciertamente en el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús tiene la primacía y la
parte principal el espíritu de expiación y reparación; ni hay nada más conforme
con el origen, índole, virtud y prácticas propias de esta devoción, como la
historia y la tradición, la sagrada liturgia y las actas de los Santos
Pontífices confirman.

Cuando
Jesucristo se aparece a Santa Margarita María, predicándole la infinitud de su
caridad, juntamente, como apenado, se queja de tantas injurias como recibe de
los hombres por estas palabras que habían de grabarse en las almas piadosas de
manera que jamás se olvidarán: «He aquí este Corazón que tanto ha amado a los
hombres y de tantos beneficios los ha colmado, y que en pago a su amor infinito
no halla gratitud alguna, sino ultrajes, a veces aun de aquellos que están
obligados a amarle con especial amor». Para reparar estas y otras culpas recomendó
entre otras cosas que los hombres comulgaran con ánimo de expiar, que es lo que
llaman Comunión Reparadora, y las súplicas y preces durante una hora, que
propiamente se llama la
Hora Santa; ejercicios de piedad que la Iglesia no sólo aprobó,
sino que enriqueció con copiosos favores espirituales.

Consolar a
Cristo

10. Mas
¿cómo podrán estos actos de reparación consolar a Cristo, que dichosamente
reina en los cielos? Respondemos con palabras de San Agustín: «Dame un corazón
que ame y sentirá lo que digo»(31).

Un alma de
veras amante de Dios, si mira al tiempo pasado, ve a Jesucristo trabajando,
doliente, sufriendo durísimas penas «por nosotros los hombres y por nuestra
salvación», tristeza, angustias, oprobios, «quebrantado por nuestras
culpas»(32) y sanándonos con sus llagas. De todo lo cual tanto más hondamente
se penetran las almas piadosas cuanto más claro ven que los pecados de los
hombres en cualquier tiempo cometidos fueron causa de que el Hijo de Dios se
entregase a la muerte; y aun ahora esta misma muerte, con sus mismos dolores y
tristezas, de nuevo le infieren, ya que cada pecado renueva a su modo la pasión
del Señor, conforme a lo del Apóstol: «Nuevamente crucifican al Hijo de Dios y
le exponen a vituperio»(33). Que si a causa también de nuestros pecados
futuros, pero previstos, el alma de Cristo Jesús estuvo triste hasta la muerte,
sin duda algún consuelo recibiría de nuestra reparación también futura, pero
prevista, cuando el ángel del cielo(34) se le apareció para consolar su Corazón
oprimido de tristeza y angustias. Así, aún podemos y debemos consolar aquel
Corazón sacratísimo, incesantemente ofendido por los pecados y la ingratitud de
los hombres, por este modo admirable, pero verdadero; pues alguna vez, como se
lee en la sagrada liturgia, el mismo Cristo se queja a sus amigos del
desamparo, diciendo por los labios del Salmista: «Improperio y miseria esperó
mi corazón; y busqué quien compartiera mi tristeza y no lo hubo; busqué quien
me consolara y no lo hallé»(35).

La pasión
de Cristo en su Cuerpo, la
Iglesia

11. Añádase
que la pasión expiadora de Cristo se renueva y en cierto modo se continúa y se
completa en el Cuerpo místico, que es la Iglesia. Pues
sirviéndonos de otras palabras de San Agustín(36): «Cristo padeció cuanto debió
padecer; nada falta a la medida de su pasión. Completa está la pasión, pero en
la cabeza; faltaban todavía las pasiones de Cristo en el cuerpo». Nuestro Señor
se dignó declarar esto mismo cuando, apareciéndose a Saulo, «que respiraba
amenazas y muerte contra los discípulos»(37), le dijo: «Yo soy Jesús, a quien
tú persigues»(38); significando claramente que en las persecuciones contra la Iglesia es a la Cabeza divina de la Iglesia a quien se veja e
impugna. Con razón, pues, Jesucristo, que todavía en su Cuerpo místico padece,
desea tenernos por socios en la expiación, y esto pide con El nuestra propia
necesidad; porque siendo como somos «cuerpo de Cristo, y cada uno por su parte
miembro»(39), necesario es que lo que padezca la cabeza lo padezcan con ella
los miembros(40).

Necesidad
actual de expiación por tantos pecados

12. Cuánta
sea, especialmente en nuestros tiempos, la necesidad de esta expiación y
reparación, no se le ocultará a quien vea y contemple este mundo, como dijimos,
«en poder del malo»(41). De todas partes sube a Nos clamor de pueblos que
gimen, cuyos príncipes o rectores se congregaron y confabularon a una contra el
Señor y su Iglesia(42). Por esas regiones vemos atropellados todos los derechos
divinos y humanos; derribados y destruidos los templos, los religiosos y
religiosas expulsados de sus casas, afligidos con ultrajes, tormentos, cárceles
y hambre; multitudes de niños y niñas arrancados del seno de la Madre Iglesia, e
inducidos a renegar y blasfemar de Jesucristo y a los más horrendos crímenes de
la lujuria; todo el pueblo cristiano duramente amenazado y oprimido, puesto en
el trance de apostatar de la fe o de padecer muerte crudelísima. Todo lo cual
es tan triste que por estos acontecimientos parecen manifestarse «los
principios de aquellos dolores» que habían de preceder «al hombre de pecado que
se levanta contra todo lo que se llama Dios o que se adora»(43).

Y aún es
más triste, venerables hermanos, que entre los mismos fieles, lavados en el
bautismo con la sangre del Cordero inmaculado y enriquecidos con la gracia,
haya tantos hombres, de todo orden o clase, que con increíble ignorancia de las
cosas divinas, inficionados de doctrinas falsas, viven vida llena de vicios,
lejos de la casa del Padre; vida no iluminada por la luz de la fe, ni alentada
de la esperanza en la felicidad futura, ni caldeada y fomentada por el calor de
la caridad, de manera que verdaderamente parecen sentados en las tinieblas y en
la sombra de la muerte. Cunde además entre los fieles la incuria de la
eclesiástica disciplina y de aquellas antiguas instituciones en que toda la
vida cristiana se funda y con que se rige la sociedad doméstica y se defiende
la santidad del matrimonio; menospreciada totalmente o depravada con muelles
halagos la educación de los niños, aún negada a la Iglesia la facultad de
educar a la juventud cristiana; el olvido deplorable del pudor cristiano en la
vida y principalmente en el vestido de la mujer; la codicía desenfrenada de las
cosas perecederas, el ansia desapoderada de aura popular; la difamación de la
autoridad legítima, y, finalmente, el menosprecio de la palabra de Dios, con
que la fe se destruye o se pone al borde de la ruina.

Forman el
cúmulo de estos males la pereza y la necedad de los que, durmiendo o huyendo
como los discípulos, vacilantes en la fe míseramente desamparan a Cristo,
oprimido de angustias o rodeado de los satélites de Satanás; no menos que la
perfidia de los que, a imitación del traidor Judas, o temeraria o
sacrílegamente comulgan o se pasan a los campamentos enemigos. Y así aun
involuntariamente se ofrece la idea de que se acercan los tiempos vaticinados
por nuestro Señor: «Y porque abundó la iniquidad, se enfrió la caridad de
muchos»(44).

El ansia
ardiente de expiar

13. Cuantos
fieles mediten piadosamente todo esto, no podrán menos de sentir, encendidos en
amor a Cristo apenado, el ansia ardiente de expiar sus culpas y las de los
demás; de reparar el honor de Cristo, de acudir a la salud eterna de las almas.
Las palabras del Apóstol: «Donde abundó el delito, sobreabundó la gracia»(45),
de alguna manera se acomodan también para describir nuestros tiempos; pues si
bien la perversidad de los hombres sobremanera crece, maravillosamente crece
también, inspirando el Espíritu Santo, el número de los fieles de uno y otro
sexo, que con resuelto ánimo procuran satisfacer al Corazón divino por todas
las ofensas que se le hacen, y aun no dudan ofrecerse a Cristo como víctimas.

Quien con
amor medite cuanto hemos dicho y en lo profundo del corazón lo grabe, no podrá
menos de aborrecer y de abstenerse de todo pecado como de sumo mal; se
entregará a la voluntad divina y se afanará por reparar el ofendido honor de la
divina Majestad, ya orando asiduamente, ya sufriendo pacientemente las
mortificaciones voluntarias, y las aflicciones que sobrevinieren, ya, en fin,
ordenando a la expiación toda su vida.

Aquí tienen
su origen muchas familias religiosas de varones y mujeres que, con celo
ferviente y como ambicioso de servir, se proponen hacer día y noche las veces
del Angel que consoló a Jesús en el Huerto; de aquí las piadosas asociaciones
asimismo aprobadas por la
Sede Apostólica y enriquecidas con indulgencias, que hacen
suyo también este oficio de la expiación con ejercicios convenientes de piedad
y de virtudes; de aquí finalmente los frecuentes y solemnes actos de desagravio
encaminados a reparar el honor divino, no sólo por los fieles particulares,
sino también por las parroquias, las diócesis y ciudades.

Sobre Prof. Felipe Aquino

O Prof. Felipe Aquino é doutor em Engenharia Mecânica pela UNESP e mestre na mesma área pela UNIFEI. Foi diretor geral da FAENQUIL (atual EEL-USP) durante 20 anos e atualmente é Professor de História da Igreja do “Instituto de Teologia Bento XVI” da Diocese de Lorena e da Canção Nova. Cavaleiro da Ordem de São Gregório Magno, título concedido pelo Papa Bento XVI, em 06/02/2012. Foi casado durante 40 anos e é pai de cinco filhos. Na TV Canção Nova, apresenta o programa “Escola da Fé” e “Pergunte e Responderemos”, na Rádio apresenta o programa “No Coração da Igreja”. Nos finais de semana prega encontros de aprofundamento em todo o Brasil e no exterior. Escreveu 73 livros de formação católica pelas editoras Cléofas, Loyola e Canção Nova.
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